Un escéptico a veces es alguien que no puede pensar. Puede preferir negarse o escapar del asunto que de todas formas le hace sufrir y que sigue allí afuera invariable.
Parece aumentar en nuestra época el número de los escépticos -o se hacen notar mejor-. Pero igual no habría un modo de rebatir al instante a aquellos que aseguran que hoy se sufre mucho más que antes, como tampoco lo habría para contradecir a quienes advierten a humanidad que parece sentir menos de lo que antes podía. Esto es un buen ejemplo de lo contraracional, de lo no lógico, que forma parte de los seres humanos y que también nos define.
No sólo es cuestión de que hoy se tenga más noticia acerca del sufrimiento por el progreso en las comunicaciones. El «progreso» ha acrecido las fuentes del sufrir, impone nuevas formas de esclavitud, agiganta la desigualdad, diversifica el crimen y refina las maneras de ejercer la impunidad. Igual, el «progreso» ha reforzado las formas de negación del sufrimiento y ha aumentado la incapacidad de muchos seres humanos en una cada vez más fortalecida cultura del sólo escape, de la anestesia frente al padecer propio y de los demás.
Un escéptico a veces es alguien que no puede pensar. Lamentable, pues el sufrimiento puede llegar a ser lo que mejor invite a pensar porque, más que la carne o por causa de algo que actúa sobre la carne, nos hacen sufrir cuestiones que no se pueden identificar fácilmente, que hay cavilarlas, no se pueden medir o reducir de una sola vez: el miedo, la angustia, la sensación de abandono, la derrota, la posibilidad de aniquilación, todo lo que amenaza al yo.
