DE LA PÉRDIDA | Hernán Urbina Joiro – Artículo de Opinión
El 11 de septiembre de 2001 el mundo perdió lo que le restaba de inocencia al comprender que los EEUU ya no sería nuestro guardián invencible contra todo peligro. Pero se perdieron muchísimas más cuestiones determinantes. Hay quienes ubican el inicio de la crisis económica de los EE.UU. y del mundo en los onerosos gastos de las guerras en Afganistán e Irak.
He allí un problema de memoria. Basta recordar que pocas horas después de derrumbadas las torres gemelas en Nueva York, el mundo se resistió a volver a volar en avión y el petróleo se disparó a niveles que hicieron muy gravoso el combustible para los aviones: la industria aérea mundial empezó a quebrar desde el mismo 11 septiembre de 2001.
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Y siguieron más pérdidas en esas horas inmediatas a la caída de las torres gemelas: el mundo evitó en lo posible viajar por cualquier medio de transporte a los EE.UU. lo que despedazó su ingreso por turismo: cuando ya no hubo como esconderlo más y se supo de la crisis económica norteamericana, en verdad, ya el gigante del norte estaba herido desde el mismo 9/11.
Con lo escrito hasta aquí también se escribe que el sufrimiento de los EE.UU. lo sentirá, todavía por mucho tiempo más, el mundo entero.
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No sólo hay mayoritariamente empatía con esas personas que hoy tras diez años de los fastos de Nueva York, aun lidian con la perdida de los seres queridos y de todo aquello que se boronó por completo pasadas las 9:37 de la mañana del 9/11, tras la explosión de los cuatro aviones controlados por los suicidas.
La pérdida de la confianza en los demás, en las instituciones y en la noción de seguridad hace que se viva todavía en medio de aquel desastre aunque haya ocurrido diez años atrás.
Lo deseable sería salir, de una vez por todas, de esa onda explosiva inacabable de los estallidos de 2001. Pero no será un asunto sencillo de superar ese estrés postraumático que todos, en grado diverso, aún sobrellevamos desde entonces, y que hace trepidar a la economía y a todos los componentes básicos de la sociedad contemporánea.
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Ni dos guerras a gran escala contra «el terrorismo», ni el aniquilamiento del propio Osama Bin Laden han sido terapias definitivas para todo esto que arrancó hace diez años y todavía sacude al mundo.
«El mundo cambió», se repite mecánicamente por todas partes, pero no parece deducirse que cambió, esencialmente, porque uno o un puñado de «potencias» no nos van a resguardar de tantos peligros inmateriales, imprevistos y que sin tocar a la puerta de ningún banco o de ninguna casa pueden ingresar y demoler.
La actual amenaza es global y de mil cabezas, y los esfuerzos para enfrentarla también deberán ser globales y emprendidos por millones de personas, o no serán ningunos esfuerzos que valgan la pena.
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Los estados tendrán que compartir ayudas a todo nivel, sin la mezquindad y la arrogancia que hasta ahora han mostrado las «superpotencias» que no logran evitar que les estallen trenes y edificios ante sus barbas. La defensa debe construirse entre todos.
Las «superpotencias» que lucharán contra la inestabilidad y el miedo han de componerla todos los países que buscan estabilidad y seguridad. Con uno que falte, la pérdida de nuevo se materializará.
Pero se sufre mientras se dan esos pasos hacia adelante tras la pérdida que a todos nos sigue impactando desde 2001.
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En el año de 1992, mientras dictaba una conferencia en Múnich, el Nobel Günter Gras indicó que la pérdida era una condición necesaria antes de hacer literatura y que todos sus libros han sido un intento por conjurar la pérdida de su ciudad natal, Danzig, que desde la segunda guerra mundial forma parte de Polonia.
Algo afín nos reveló Federico Nietzsche en el siglo XIX: «Sólo se canta porque algo se ha perdido», a lo que yo agregaría: y también por lo que teme perderse.
Seres humanos como Günter Grass o Federico Nietzsche escribieron libros para exorcizar sus pérdidas y, en fin, la mayoría de los habitantes del planeta debe buscarle nuevos significados a la era compleja y delicada que arrancó hace diez años: debemos construir algo nuevo, sólido y liberador sobre las ruinas que dejó el 9/11.
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Hoy volví a ver las imágenes de gentes que aun lloran de continuo desde la mañana de 9/11. Creo comprender a todos ellos.
Hace un tiempo sufrí hasta el llanto cuando no encontré al viejo Hospital Rosario Pumarejo de López, donde nací, ni mi casa en Novalito donde pasé mis primeros años de vida en Valledupar: ya no estaban, habían sido radicalmente reformadas, ya eran otras construcciones, no me atreví a tomar ninguna fotografía.
Luego intenté buscar en vano en San Juan del Cesar el paraje de Los Barrancones al pie del lecho del río: se había derrumbado, ya no existe.
Hace pocos días no pude contener la tristeza al ver la finca de mi infancia, aquella de regadíos artificiales, pastizales frescos y ganado retozón, aquella que parecía un jardín diseñado para un niño y en donde empecé mi diálogo poético con la naturaleza: ahora es un terreno abandonado, irreconocible por el rastrojal que no parece albergar ni siquiera aves.
Ese día me cuestioné si aquella debía ser la última vez que pasara por aquellos lugares, al menos mientras le encontrara nuevos significados a esas pérdidas y pudiera construir algo liberador.
Cartagena de Indias, 11 de septiembre de 2011.
DE LA PÉRDIDA | Hernán Urbina Joiro – Artículo de Opinión
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